En su calidad de póstumo y heredero a la corona, Alfonsito empezó a acompañar a su madre regente, Doña María Cristina de Habsburgo-Lorena, a los consejos de ministros cuando solo sumaba tres años. Cada día, el niño Alfonso desayunaba cuatro huevos pasados por agua, doce bizcochos, y un plato caliente a elegir o alternar pollo asado, dos chuletas de ternera, un buen filete de vaca, seis chuletas de cordero, dos tournedós o dos escalopes de ternera. En todos los caso y sin excepción, acompañados de una generosa ración de patatas fritas. La merendilla no le iba a la zaga: una taza de consomé, una tortilla de diez huevos con patatas, pollo asado, seis lonchas de jamón serrano; ocho filetitos de lengua de ternera y doce rodajas de solomillo. Con eso se iba sosteniendo hasta las horas de comida y cena. Además y por lo que nos dejó escrito en sus Memorias, una de sus tías, Eulalia o más exactamente María Eulalia Francisca de Asís Margarita Roberta Isabel Francisca de Paula Cristina María de la Piedad de Borbón, el que luego se mostraría como un tirano en los lechos de nobles, plepeyas, izas, rabizas, colipoterras y artistas de distintas variedades, empezó a practicar despotismos dictatoriales en la mesa palaciega. A la mesa era un castizo de pies a cabeza y ponía por delante de cualquier cosa un buen cocido a la madrileña, como la yaya, pero también le entraba a los platillos franceses que se habían puesto en boga en todas las cortes europeas. En cambio, su esposa, Victoria Eugenia de Battemberg, era muy británica en sus gustos y no solía pasara del neutral roast beef y las pastas del té que en lugar de a las five o clock tomaba a las tres, por el aquel de cambio de horarios. Claro que en cuanto a disensiones matrimoniales, la gastronómica siempre fue la de menor importancia. Donde se cortó la verdadera tela fue en los placeres de Venus, que Alfonso disfrutó con su esposa lo justo y necesario para asegurar la descendencia borbónica, esta vez trufada de hemofilia heredada en origen de la reina Victoria.
Alfonso XIII siempre hizo gala de señoritismo castizo en cliché borbónico, traducido esto en, como ya se ha dicho, afición a la buena mesa, a los automóviles de alta gama, a la hípica y otros deportes de elite, a la caza y a las mujeres. Coleccionó decenas de amantes de toda condición, tal que niñeras palaciegas, cantantes, y cupletistas, entre las que incluyó a la Bella Otero y a la actriz Carmen Ruiz de Moragas, con quien tuvo dos hijos bastardos. A muchas de ellas se las benefició en las mismas dependencias de Palacio, a escasa distancia de la alcoba de su esposa y en la soledad de sus aposentos disfrutó del más explícito cine porno, que entonces se llamaba sicalíptico, rodado a su gusto y medida. Parece que fue Álvaro de Figueroa y Torres, primer conde de Romanones, a la sazón Presidente del Consejo de Ministros, quien personalmente encargó a los hermanos Baños, propietarios de la productora barcelonesa Royal Films, la producción de al menos tres películas, fechadas entre 1919 y 1923, cuyos originales se conservan actualmente en los archivos de la Filmoteca de la Generalitat Valenciana: “El confesor”, “Consultorio de señoras” y “El ministro”, y en las que el sexo oral ocupa lugar de grande protagonismo.
Ricardo de Baños (1882-1939) se inició como productor en la barcelonesa Hispano Filmes, mientras que su hermanoRamón (1890-1986) aprendía a utilizar la cámara y empezaba a hacer su primeras películas documentales, cuyo éxito le llevó primero a Brasil y luego a viajar por toda Sudamérica, donde realizó importantes documentales, especialmente para los sectores industrial y turístico.
Entretanto, Ricardo se había independizado para montar su propia productora, Royal Films, en 1914, a la que se incorporó como socio su hermano, a la vuelta de la aventura americana. En ella se produjeron dos de los hitos españoles del cine mudo: “Cristóbal Colón”, en 1916, en coproducción con la francesa Films Cinématographiques, y con el presupuesto inconcebible para la época de más de un millón de pesetas; y “Don Juan Tenorio”, en 1922, producción cien por cien de Royal Films, que fue un éxito sonado. En ese contexto de triunfo profesional, los hermanos reciben el encargo real por parte del Conde de Romanones y se ponen manos a la obra con la cinta que llevaría por título “El Confesor”. Lo curioso, o quizá no tanto, es que en las tres películas el rey sugirió que hubiera cierta abundancia de gastronomía sexual, otrosí sexo oral.
La película, según Barroso: “… muy bien dirigida, con encuadres generosos, de composición más que correcta y con una gran variación de planos que demuestra la cariñosa dedicación por parte del director”, se inicia con imágenes de la oronda asistenta que limpia la sacristía, cuando el sacerdote hace su entrada y empieza un jugueteo erótico con ella. Le estruja los pechos lascivamente y la besuquea, pero la situación no va a más y el plano cambia a otra situación en la que el religioso recibe a una dama distinguida con la que inmediatamente y sin mayor trámite se inicia una relación sexual explícita, con caída de ropas y besos apasionados del cura en las inmensas nalgas de la devota, que esta corresponde con una apasionada felación, a la que sigue un sesenta y nueve, tras lo cual la pareja se da un respiro para tomarse en el diván un aperitivo de vino de consagrar con unas pastitas de té. En la segunda parte de la cinta una joven bastante atractiva confiesa con el sacerdote y a continuación él le impone la correspondiente penitencia, que deviene en un desnudo integral de la feligresa, seguido de un bailecito provocador con las manos en la nuca que el religioso aprovecha para realizarle un cunilingus mientras ella no cesa en el contoneo. En esto aparece en escena el sacristán, pero la pareja, lejos de cohibirse, renueva sus afanes amatorios para el voyeur con todas las imaginables variantes de masturbación mutua, felación, postura del misionero, a cuatro patas, y un final de tiernos besos mientras yacen tumbados boca arriba.
La segunda de las cintas que los hermanos Baños realizan para el monarca español es “Consultorio de señoras”, tiene una duración de 41 minutos y está fechada en 1923, el año en el que, con la aquiescencia y quizá algo más de don Alfonso, el capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, dio el golpe de Estado que precedió a la dictadura que se prolongaría hasta la dimisión del general, el 28 de enero de 1930, y su sustitución por la llamada “Dictablanda” del general Dámaso Berenguer. La trama de la película se centra en la consulta de un ginecólogo donde las escenas de sexo más que explícito y las situaciones orgiásticas incumben al protagonista, su libidinosa esposa, el mayordomo, y la criada, que representa la misma actriz protagonista de “El confesor”. Aquí es una dama de alcurnia con la que se refocila el sacerdote, aunque en la segunda parte de la cinta pasa a ocupar lugar de protagonismo una pareja formada por una jovencita que acude a la consulta con su madre, y que al poco se convierte en un trío con el doctor, en el que se desencadenan felaciones y cunilingus varios.
La tercera y última de las películas de las que se tiene constancia encargó Alfonso XIII para su personal consumo es “El ministro”, de 21 minutos de duración y realizada el mismo año que la anterior. Su especial interés radica en una trama que parece diseñada a la medida del gusto temático del que realiza el encargo. La historia comienza cuando quien parece ser un importante hombre de negocios recibe una carta que anuncia su ruina, lo que le impulsa a extraer un revolver del cajón de la mesa de su despacho con el que parece dispuesto a poner fin a su vida. En esto aparece la esposa que le disuade, convenciéndole de que la situación puede reconducirse si el ministro responsable accede a ello; gestión que ella se ofrece a realizar y que en la segunda parte de la cinta se convertirá en la consecución del favor ministerial tras una larga sesión de sexo entre el político y la esposa, seguida de una escena en la que el marido, lacerado por la idea de que su mujer le haya conseguido la prebenda a cambio de esos favores, le exige un juramento formal de fidelidad marital que ella realiza sin el menor esfuerzo y que él acoge complacido.
El exilio real, entre la psicopatía sexual y la halitosis
A raíz del forzado exilio, tras la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931, la vida del rey cambió radicalmente en todos los sentidos, pero muy especialmente en el sexual. Mientras había sido monarca absoluto, pocas mujeres habían sido capaces de negarle sus favores de coyunda, pero definitivamente alejado de su palacio madrileño las cosas cambiaron y tanto en París como en Roma más de una prostituta se permitió dejarle compuesto ante el insoportable hedor que salía de su boca, como consecuencia de la halitosis que padecía. Lo que no cambió fue su inveterada afición a la pornografía y al sexo duro, que en ocasiones parece que llegó a adquirir tintes patológicos. De vacaciones en Hollywood, pasó una velada con el entonces famosísimo Douglas Fairbanks Jr., un actor con el que su destronada majestad guardaba cierto parecido en sonrisa, bigote y ojos agudos.
Anita Loos, en su libro “Adiós a Hollywood con un beso”, cuenta que el actor se ofreció a presentarle a la estrella de la meca del cine que deseara conocer y el rey le contestó de inmediato que deseaba tener un encuentro con Roscoe “Fatty” Arbuckle. Fatty, una de las más rutilantes estrellas del cine mudo a pesar de su obesidad, se había visto envuelto en uno de los escándalos sexuales más sonados de Hollywood. El Labor Day, día del trabajo, de 1921, durante una fiesta en el hotel St. Francis, el actor entró a una de las habitaciones acompañado de la actriz Virginia Rappe, compañera sentimental del director Lehrman, y al poco salió en estado de gran excitación. Las compañeras de la starlet corrieron hacia el dormitorio y la encontraron sobre la cama, desnuda y sobre un gran charco de sangre. Parece que Fatty la había violado, introduciéndole una botella de champagne por la vagina. La brutal acción le provocó terribles desgarros internos y una peritonitis que le ocasionó la muerte.
El actor fue procesado, pero, durante el juicio, los testimonios resultaron lo suficientemente confusos (los asistentes a la fiesta estaban en su mayoría borrachos y drogados) como para que el tribunal le absolviera por diez votos a favor y dos en contra. A pesar de la favorable sentencia, en el mundillo cinematográfico nadie dejó de dudar de la culpabilidad de Roscoe. En consecuencia, Fairbanks respondió al monarca español que presentárselo iba a ser complicado, puesto que a aquellas alturas Fatty era unánimemente considerado un indeseable. Alfonso XIII respondió impertérrito:
“¡Que injusticia!, eso nos podría haber pasado a cualquiera de nosotros”.
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